El mandato de la Torá de amar a nuestro prójimo «como a ti mismo» es un principio que desafía profundamente nuestras concepciones cotidianas de individualidad y separación. A primera vista, podría parecer una aspiración noble, aunque inalcanzable, un ideal demasiado elevado para la naturaleza conflictiva de la humanidad. Sin embargo, una reflexión más profunda sobre este mandato revela una verdad fundamental sobre la naturaleza de nuestra existencia y nuestras relaciones con los demás.

Si consideramos a la otra persona como una extensión de nosotros mismos, cualquier daño que le infligimos es, en realidad, un autolesión. Esta comprensión lleva el principio del amor al prójimo más allá de la moralidad o la ética; lo transforma en una expresión de autoconocimiento y unidad esencial.

Esta noción de unidad, aunque pueda parecer distante en nuestro mundo fragmentado, es precisamente lo que Dios desea para nosotros, según las enseñanzas kabalísticas. La historia humana, marcada por conflictos y guerras, parece contradecir esta aspiración divina hacia la armonía. No obstante, incluso en los momentos más oscuros, hemos sido testigos de cómo la adversidad puede catalizar un sentido profundo de unidad y solidaridad.

A lo largo de la historia, los períodos de tumulto y desafío han servido como recordatorios dolorosos de nuestra necesidad de unidad y compañerismo. Estos momentos de claridad, aunque nacidos del sufrimiento, destacan una verdad ineludible: estamos intrínsecamente vinculados los unos a los otros, y nuestro bienestar colectivo depende de nuestro reconocimiento y aceptación de esta unidad.

La relación entre padres e hijos ilustra de manera innata este principio de amor incondicional y unidad. A pesar de los desafíos y las frustraciones, el amor de un padre por su hijo permanece inalterable, reflejando una comprensión profunda de la conexión esencial que nos une. Este amor, libre de venganza y rencor, se basa en el reconocimiento de los hijos como extensiones de nosotros mismos, lo que facilita una aceptación incondicional y un enfoque en las cualidades positivas.

El matrimonio, en este contexto, representa el ápice del potencial humano para la unidad. A diferencia de la relación parental, que es innata, el matrimonio es una unión elegida, lo que implica un compromiso consciente y un esfuerzo continuo. Esta elección mutua ofrece un terreno fértil para una unidad aún más profunda, aunque requiere una dedicación y un trabajo constante para superar los obstáculos inherentes a la convivencia y la intimidad compartida.

La enseñanza de amar a nuestro prójimo «como a ti mismo» es, por lo tanto, mucho más que un mandato ético; es una invitación a reconocer y cultivar nuestra unidad fundamental con todos los seres. Al elegir ver y enfocarnos en las virtudes de los demás, al rechazar la venganza y el rencor, y al comprometernos con el amor y la comprensión en todas nuestras relaciones, podemos comenzar a vivir de acuerdo con esta verdad profunda.

La visión kabalística del amor y la unidad ofrece una alternativa transformadora a la división y el conflicto que a menudo caracterizan la experiencia humana. Al abrazar este principio, podemos aspirar no solo a relaciones personales más ricas y satisfactorias, sino también a una sociedad más compasiva y unida. En última instancia, amar a nuestro prójimo «como a ti mismo» es reconocer que, en la trama entrelazada de la existencia, cada uno de nosotros es, a la vez, el tejedor y el hilo.

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