En el corazón de la condición humana yace un dilema fundamental: ¿Cómo podemos alcanzar la verdadera sanación en un mundo que a menudo parece girar en arenas movedizas emocionales y espirituales? La psicología secular, con su enfoque en la experimentación científica y los métodos empíricos, intenta responder a esta pregunta sin considerar la presencia o influencia de lo Divino. Sin embargo, este enfoque limitado deja un vacío cuando se trata de abordar la plenitud de la experiencia humana, especialmente aquellos aspectos que trascienden lo tangible o lo inmediatamente observable.
La salud mental, en su esencia más profunda, no solo se refiere a la ausencia de enfermedad o desorden, sino también a la presencia de una paz interna, una sensación de propósito y la capacidad de trascender los desafíos de la vida con gracia y fortaleza. Aquí es donde la psicología secular encuentra su límite, al no poder ofrecer una solución definitiva o duradera a los enigmas fundamentales de la existencia humana. Todos estamos sujetos a las mismas limitaciones y restricciones psicológicas; si todos estamos en el mismo barco, ¿quién puede arrojarnos una cuerda salvavidas?
Imagina ser el guardián de un jardín botánico único en el mundo, un lugar donde cada planta, árbol y flor representa una vida humana, con su propia belleza, complejidad y fragilidad. Este jardín es un tesoro vivo, un espacio donde la conservación y el crecimiento deben coexistir en armonía perfecta. La tarea que se te ha encomendado es cuidar de este jardín, asegurando su prosperidad y protegiéndolo de las amenazas externas. Sin embargo, un jardín cerrado al mundo, protegido por altas murallas, pierde su propósito. Se convierte en un tesoro oculto, inaccesible y, finalmente, olvidado. ¿Cómo encontrarías entonces el equilibrio entre la utilización y la protección de este jardín?
Esta metáfora ilustra una enseñanza fundamental del judaísmo sobre la importancia de cuidar nuestro cuerpo y espíritu, reconociendo al mismo tiempo que debemos vivir plenamente la vida que nos ha sido otorgada. Nuestro cuerpo es como ese jardín botánico: un regalo divino que debemos proteger, pero que también está destinado a ser vivido, explorado y disfrutado. La pregunta entonces surge: ¿Cómo equilibramos la necesidad de cuidarnos con la de experimentar la vida en toda su plenitud?
A menudo, en la búsqueda de una vida sana, podemos caer en extremos. La sobreprotección de nuestro cuerpo puede llevarnos a un estilo de vida limitado, donde el miedo al riesgo nos impide disfrutar de experiencias valiosas. Por otro lado, la imprudencia puede exponernos a daños innecesarios, comprometiendo nuestra salud y bienestar. Aquí es donde la sabiduría judía nos ofrece una guía, enseñándonos a caminar por la delgada línea que separa el cuidado responsable de la osadía temeraria.
El judaísmo nos insta a reconocer nuestra responsabilidad de mantenernos saludables, evitando al mismo tiempo poner en peligro nuestra vida. Este enfoque equilibrado se refleja en la mitzvá de cuidar de nuestra salud y de abstenernos de actividades que puedan comprometerla. Sin embargo, esta mitzvá no es una invitación al aislamiento o a la inacción. Más bien, es un llamado a vivir conscientemente, tomando decisiones informadas que respeten tanto nuestro deseo de explorar la vida como nuestra obligación de preservarla.
En la práctica, esto significa buscar actividades que enriquezcan nuestro cuerpo y espíritu sin exponernos a riesgos innecesarios. La alimentación balanceada y el ejercicio regular son fundamentales, pero también lo es permitirnos disfrutar de la comida y de actividades físicas que nos llenen de alegría. La clave está en la moderación y en la sabiduría para discernir entre lo que nos nutre y lo que nos daña.
Al igual que el jardinero que debe saber cuándo podar y cuándo dejar crecer, debemos aprender a reconocer los momentos para protegernos y los momentos para aventurarnos. Cada decisión, desde la elección de nuestros alimentos hasta la manera en que invertimos nuestro tiempo libre, debe estar guiada por un profundo respeto hacia la vida que nos ha sido confiada.
La salud del espíritu se nutre de esta danza entre la cautela y el coraje. Al equilibrar sabiamente estos dos aspectos, no solo preservamos nuestro bienestar físico, sino que también cultivamos un espíritu resiliente y aventurero, capaz de enfrentar los desafíos de la vida con fortaleza y gracia. La vida, en toda su complejidad, se convierte entonces en un jardín que florece con cada paso consciente que damos, celebrando la belleza de existir en equilibrio.

